HERZOG

Por Christian Kupchik

Walter quería volar. No porque su vida terrenal le ofreciera contratiempos, por el contrario. Pero Walter quería volar. Lo energizaba deslizarse por la rampa, saltar a una altura inverosímil con el cuerpo en horizontal, casi pegado a los esquíes; sentir la presencia del viento sosteniéndolo, con la mirada por encima de los árboles, perdida entre las nubes. Hasta que durante un entrenamiento en Planica, llegó a los 170 metros y dudó: Walter no quería volar más. A todo el mundo le pareció una locura. A todo el mundo menos a Werner Herzog, quien en 1974 llegó allí para filmar esa duda. El resultado fue “El éxtasis del escultor de madera Steiner”. Era el retrato de un ángel caído. En el límite entre el cielo y el fracaso, entre el miedo y la gloria, Herzog retrata figuras frágiles que son capaces, sin embargo, de planear y encontrar el éxtasis, hasta el momento en que caen. Porque todos caemos y no siempre en la nieve, caemos como muñecos de trapo y aparatosamente, en busca de reencontrar algún tipo de equilibrio. Y aún en esa caída hay belleza, nos señala Herzog. Hay una poética del fracaso que nos hace más humanos.


Dos años más tarde, en agosto del ’76, Herzog lee en el periódico una noticia que lo motiva: un volcán situado en la isla de Guadalupe, en las Antillas francesas, está a punto de estallar con la fuerza de cinco o seis bombas atómicas. Setenta y cinco mil personas que habitaban la parte meridional de la isla, próxima al volcán, fueron evacuadas. Y aquí viene el dato que termina por conmoverlo: un único campesino que vivía en la ladera, se negó a partir. Al día siguiente, junto a dos cámaras, Herzog aterrizaba en un paisaje de azufre y cenizas. El resultado fue la filmación de “La Soufrière”, que lleva como un subtítulo por demás elocuente: “En espera de una catástrofe inevitable”.
El documental de media hora se abre con un muestreo de la ciudad de Basse-Terre, de 17.000 habitantes. Fue abandonada por completo y Herzog compone con ese despojo su poema: por las calles desiertas avanza una familia de porcinos –la madre y su numerosa cría–, una pareja de asnos, perros famélicos y gallinas. Algunos perros yacen muertos y el olor es insoportable. También hay zapatos y cajas vacías. Herzog hace notar que en el apuro nadie reparó en desconectar los semáforos, que siguen funcionando sin que los animales –ni los zapatos– hagan caso. En muchas casas tampoco se detuvieron las heladeras ni los aires acondicionados. Incluso, un televisor encendido prosigue para nadie con su programación habitual. El silencio es espectral. Sólo se escucha alguna puerta golpeada por el viento y el goteo de una canilla. Cuando se detiene ante la estación de policía, afirma: “Nos pareció agradable no encontrar a ninguna fuerza del orden.”
El silencio y el abandono los empuja a llegar al cráter del volcán, a 1500 metros de altura. Doscientos antes, nubes de gases tóxicos comenzaron a descender. Herzog, por primera y única vez en cuadro, reconoce: “Tuvimos miedo”. Al retorno, encontraron al campesino, que no era uno sino tres. Aunque todos manifestaban lo mismo. “No tenemos miedo. De algo hay que morir”. Uno de ellos, detenido en una avenida desolada, fue el único en afirmar que si querían llevarlo a Pointe-à-Pitre, la principal ciudad de la isla, no se negaría. Pero le daba igual. Tampoco tenía nada que perder.
Pasaron los días y el volcán no estalló. Las temidas señales de la catástrofe fueron disminuyendo. La fallida erupción quedará como un enigma para los vulcanólogos, que mucho tiempo después seguían sin explicarse cómo no había sucedido nada. Herzog lo asumió como otro oscuro triunfo: “Todo termina en nada, en el ridículo más absoluto. Ahora se convertirá en el documental de una catástrofe inevitable que nunca ocurrió”.
Tal como Werner vaticinó, el volcán cayó en el olvido. Pero tanto “La Soufrière” como mucho de lo que Herzog filmó después dejaría una marca indeleble en sus espectadores. Aguirre, Kaspar Hauser, Bruno S., Wojzek, Fitzcarraldo, Nosferatu, el pingüino de “Encuentros en el Fin del Mundo” (y todos quienes lo acompañan), llevan en sí el signo de lo inminente: la catástrofe y la salida hablan por la misma lengua.
Otra lección que aporta Herzog a partir de uno de sus títulos: “Los enanos también nacen pequeños”.

 

De hecho debería estar totalmente solo en el mundo, yo, Steiner, sin ningún otro ser vivo. Ni sol, ni cultura, yo, desnudo en una roca elevada, sin tormenta, ni nieve, ni calles, ni bancos, ni dinero, ni tiempo ni aliento. Solo entonces dejaría de tener miedo.” (Walter Steiner)

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